Ante todo diría, cinemateco que fui, que hay que aplaudir al archivólogo que es el autor porque demuestra en grandes pantallas comerciales lo invalorable que es el patrimonio fílmico para mirarnos en el espejo, para hacer historia con una vivacidad que a veces le cuesta tanto a la palabra escrita
FERNANDO RODRÍGUEZ
Ante todo diría, cinemateco que fui, que hay que aplaudir al archivólogo que es el autor porque demuestra en grandes pantallas comerciales lo invalorable que es el patrimonio fílmico para mirarnos en el espejo, para hacer historia con una vivacidad que a veces le cuesta tanto a la palabra escrita. Además, hay un conjunto de imágenes verdaderamente deslumbrantes que hay que poner en el haber del ojo archivológico y estético de Carlos.
Pero yo quiero precisar dos méritos formales precisos y preciosos de la producción. El primero, la utilización de los interlocutores que hablan en presente sobre la época. Esto generalmente resulta fastidioso a más no poder por lo posado y convencional de los sabiondos escogidos. Aquí no. Por dos razones, la originalidad fílmica de los encuadres y, sobre todo, por el particular y audaz montaje rápido que sin degradar lo que dicen le da una enorme frescura al entreverarlos de una manera muy audaz.
Por lo demás están muy bien escogidos, hasta la todavía linda Yolanda Moreno que evoca el lado happy y candoroso de esos años cincuenta y Oscar Yanes que nos ahorra el anecdotario de quincalla. O Maldonado que es un perezjimenista macerado y sagaz, rara avis. Por no hablar de los resistentes tan de carne y hueso, tan veraces y lúcidos.
Por otra parte, está el uso de unos dibujos animados para coser la narración y sus vacíos documentales que son magníficos por su bella simpleza, esquematismo formal y amplitud conceptual. Funcionan del carajo. Esto lo suelen solucionar algunos, válgame Dios, con fragmentos ficcionados que merecen palos. Otra gran solución.
Pero la visión ideológica, eso dije, es amplia y compleja. Nada de la leyenda negrísima de los primeros años de democracia. Sí, hubo horror, tortura, Ruiz Pineda, gorilas militares, corrupción... la muerte de todas las libertades. Y, claro, las bolas y el heroísmo de los que dijeron no, siempre no. Pero hubo también plata para botar, autopistas, bulldozers, ciudad universitaria, inmigrantes deslumbrados, seguridad ciudadana, carnavales, Billo, el milagro de la TV, el Diamante negro y Carrasquelito.
Y sobre todo hubo un pueblo que durante años y grandes oprobios cívicos no fue tan pueblo como declaman los populistas, para los cuales es sempiternamente heroico. Un país de verdad verdad. Yo solo lamento que veamos tan brevemente, al final del filme, esa Venezuela mayoritaria, irredenta como dirían los adecos, que en definitiva es el trasfondo más permanente y a veces menos tangible de la historia.
Claro que todo esto no se puede ver sin pensar en el presente que mucho se le parece. Al menos en cachuchas fuera de sus lugares naturales, patrioterismo manipulador, abusos de poder y petrodólares para acallar el pueblo y llenarse los bolsillos.
Igualmente esa concisa e irreprimible pulsión por la libertad y la dignidad. Pero eso es culpa de la historia que suele repetir sus aberraciones con canallesca intensidad. Oteyza sólo nos invita a pensar asociativamente. Que es la mejor manera de pensar como ciudadanos libres y adultos. Gran cine político.


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