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Por Boris Muñoz | 23 de febrero, 2015
La detención arbitraria del Alcalde Mayor de Caracas, Antonio Ledezma, bajo señalamientos de conspiración, marca un hito crucial en el progresivo –y ya casi definitivo– estrangulamiento de la pluralidad democrática en Venezuela. Por el despliegue de brutalidad fascista y el desconocimiento del debido proceso, el caso de Ledezma, una autoridad democráticamente electa, puede ser más grave aún que el de Leopoldo López, dirigente de Voluntad Popular, acusado de instigar la violencia popular para derrocar a Maduro. El gobierno ha amenazado con seguir deteniendo líderes opositores en su simulacro de desmontaje del llamado “golpe lento continuado”. Hay que tomarle la palabra, porque es muy probable que la cumpla.
Se puede argumentar que se trata de una estratagema para ocultar los graves problemas del país y el colapso de la economía. También que Maduro está golpeando a la oposición para desmoralizarla aun más de cara a unas elecciones parlamentarias que en este momento el chavismo perdería con toda seguridad. El sorpresivo anuncio de Maduro de que las parlamentarias serán en julio convalida esa hipótesis. Todo eso es válido discutirlo. Sin embargo no es lo central.
Lo que se está dirimiendo en realidad es el futuro del sistema político venezolano.
En los últimos dos años el régimen chavista ha ido mutando de manera gradual, pero muy acentuada e indetenible. Si con Hugo Chávez se le podía definir como un régimen híbrido dentro de la categoría de los autoritarismos competitivos, cada vez queda menos duda de que la competencia democrática está siendo reemplazada por un régimen de facto. A Chávez se le solía criticar y llamar dictador por su control personalista de las instituciones públicas y su excesivo intervencionismo en la economía. Pero estos calificativos siempre debían ser contrastados con la celebración de las elecciones. Ciertamente, muchas servían de validación ritual de los abusos caudillistas de Chávez, pero lo hacían en un contexto de pluralidad partidista y política relativa.
Esto ha dejado de ser así. Con la represión masiva desatada a raíz de las protestas del año pasado, el gobierno propinó un golpe descomunal a los derechos políticos y civiles. Pero se trataba solamente de un episodio en una larga cadena. Ya antes había dado señales de un cambio sistémico con el deliberado deslindamiento de los mecanismos regionales de protección de Derechos Humanos en 2013. Esta medida, grave en sí misma, fue aparejada por la creación del Centro Estratégico Para la Protección de la Patria (CESPPA). Ambas cosas indicaron que el gobierno estaba simultáneamente apartándose del orden internacional y creando instrumentos legales que eventualmente permitirían imposición de un Estado de Excepción bajo el argumento de una conjura conspirativa de enemigos internos y externos. La campaña de propaganda fascista calificando a los principales líderes opositores —Henrique Capriles, María Corina Machado y Leopoldo López— como la Trilogía del Mal, fue la expresión de estos dos pasos en el campo político.
Luego de revisar estas referencias, nadie debe sorprenderse de que hoy Maduro invoque la existencia de un eje golpista Miami, Madrid y Bogotá para darle otra vuelta de tuerca al argumento de la conspiración. En términos de teorías conspirativas, el chavismo ha sido increíblemente productivo. Ya en 1999, cuando aun se encontraba en su luna de miel con los votantes y los medios, Hugo Chávez denunció que un campesino, bajo órdenes de la oposición, planeaba matarlo durante una visita al estado Bolívar. El hombre fue detenido y liberado al poco tiempo después de demostrarse que sólo portaba el arma para ir de cacería. Meses después del golpe de 2002, Diosdado Cabello denunció que las fuerzas de inteligencia habían descubierto un plan para asesinar a Chávez volando el avión presidencial con una bazuca AT-4 de fabricación danesa. Ese fue apenas el principio de la incurable adicción chavista a las tramas conspirativas.
En 2013, una investigación del diario Últimas Noticias demostró que en 14 años de chavismo se habían denunciado 63 conspiraciones e intentos de magnicidio. En apenas los dos años de Maduro ya van 16. Desde machetes y pistolas hasta rayos láser e inyecciones capaces de inducir el cáncer, las armas con que estos planes criminales serían llevados a cabo varían salvajemente. Pero el elenco de sospechosos detrás de ellos es curiosamente reducido: grupos paramilitares, terroristas ancianos como Luis Posada Carriles, ex presidentes obsesionados con derrocar a Chávez como Álvaro Uribe y George W. Bush; todos supuestamente actuando bajo la batuta magnicida de la oposición, la oligarquía y los medios venezolanos.
El hecho más notable es, sin embargo, que en ni una sola de estas conspiraciones ha sido demostrada con pruebas suficientes y convincentes.
Conviene incluso recordar que en mayo de 2014, Maduro denunció otro plan magnicida. Igual que ahora, Jorge Rodríguez prometió pruebas “contundentes” que no presentó. Prominentes chavistas como Vladimir Acosta expresaron su incredulidad diciendo que las pruebas presentadas no eran suficientemente sólidas para hablar de un plan para asesinar al presidente. La declaración causó revuelo en las filas chavistas. Maduro respondió prometiendo “nuevas pruebas”, grabaciones y videos de “conversaciones graves”. Todavía las estamos esperando.
Ahora Maduro recicla esa conspiración, de la que supuestamente formó parte el teniente coronel retirado José Gustavo Arocha Pérez, como pretexto para nuevas detenciones de líderes opositores. Su propósito es triple. Primero, busca avanzar de manera decidida el desmantelamiento del liderazgo opositor para reducir la posibilidad de que los líderes de la oposición logren unirse para afrontar las elecciones parlamentarias. Secundariamente, intenta atizar el estado de crispación política para que la base chavista, movida por la amenaza del enemigo externo-interno, cierre filas en torno al gobierno. Tercero, aspira a disimular el ajuste económico corriendo una cortina de humo para distraer la atención de los problemas cotidianos que vive el país y ganar tiempo y respaldo suficiente para sobrevivir a las elecciones parlamentarias.
Los dos primeros propósitos son indispensables para lograr el tercero. Esa es la razón principal por la cual se ha demorado la implementación del verdadero ajuste económico con una sucesión de medidas parciales que postergan su devastador impacto que tendrá en la población.
La cada vez más reducida troika que gobierna Venezuela sabe a la perfección que la supervivencia del régimen chavista depende del estrecho control institucional que ejerce el ejecutivo a través de la Asamblea Nacional. Ésta determina en alto grado la composición del resto de los poderes públicos y sólo si es controlada por el chavismo obedecerá las líneas dictadas por la troika. Si la oposición lograra conquistar la Asamblea Nacional, terminaría por arrancarle el control de los poderes al chavismo con lo cual los días de su dominio vertical estarían contados.
Es evidente que Maduro y sus compañeros de trapacerías saben que ha llegado la hora de las chiquiticas y que su único camino es extremar posiciones. En términos militares, están preparándose para ir a las trincheras, un territorio que por la impronta marcial del chavismo creen dominar. Esto significa que tienen conciencia de que la única forma de conservar el poder es neutralizando a la oposición a toda costa, sacándola incluso del juego si es necesario, aunque esto conlleve dramáticos efectos colaterales como forzar una salida de fuerza que aparte a Venezuela ya abiertamente del sistema democrático y de la comunidad de naciones latinoamericanas. Este mecanismo ya se ha puesto en marcha.
Pero vista en ese contexto amplio, la detención del alcalde Antonio Ledezma es sólo una sonda usada por el gobierno para medir la tolerancia nacional y regional hacia sus acciones. Ha cruzado la línea acercándose aun más a una dictadura tradicional, pero aun a manera de tanteo.
Si esta acción es protestada enérgicamente por los presidentes latinoamericanos Maduro, casi con seguridad, retrocederá. De lo contrario, avanzará de modo más resuelto inhabilitando políticamente a la oposición. Si la oposición responde de forma inadecuada —por ejemplo, con protestas tipo guarimba— el gobierno podría usar esa respuesta como pretexto para dar un paso definitivo declarando un estado de excepción como mecanismo para detener al resto de sus principales líderes, ilegalizarla y legitimar un gobierno de facto. Es por eso que los próximos días son cruciales tanto para América Latina como para Venezuela.
A la región le costó mucha sangre, sudor y lágrimas desterrar las dictaduras y la violación constante y rampante de derechos civiles y humanos para que ahora vuelvan ante la mirada indiferente de los responsables de velar por la democracia. La oposición partidista también ha hecho un enorme esfuerzo por contener a sectores recalcitrantes y proclives a las salidas antidemocráticas. Lo que ha hecho el gobierno deteniendo a Ledezma es colocarla una vez más en una esquina y contra las cuerdas. Si reacciona con desesperación y precipitación corre el riesgo de echarlo todo por la borda. Lo contrario es lo aconsejable: una acción cohesiva y cautelosa.
La piedra angular de la actuación opositora debe basarse en comprender un hecho simple. El problema más grande para el gobierno es que al morir Chávez no solo colapsó el modelo económico sino que también murió el sueño que alentaba al chavismo: se les murió el amor de tanto abusarlo. La población que apoyó a Chávez, adorándolo y votando por él, apenas comienza a darse cuenta y lentamente demuestra su inconformidad. Con el actual estado de cosas y las irremediables carencias de sus líderes, es muy difícil que la troika chavista logre revertir ese despertar. Más: ese hecho entraña un cambio cultural que es preciso tomar en cuenta para integrarlo en el desarrollo de una estrategia opositora que ponga en discusión otros valores (no solo los de la élite, por cierto) e incorpore a otros actores sociales y políticos, como los sindicatos, organizaciones sociales y factores democráticos del chavismo. Aunque es evidente que un cambio cultural no cristalizará de la noche a la mañana, ya la batalla no es por el voto, sino por la mente y los corazones. Y nunca antes la oposición había tenido frente así una escenario para producir avances sustanciales y ganarla.
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