IBSEN MARTÍNEZ - Tal Cual
1 Ejercicio: supóngase un terreno baldíoque usted quiera engordar convirtiéndoloen estacionamiento. Imagine ahora que designa usted a uno de los "parqueros", digamos mejor al jefe de los parqueros. Me refiero a la persona encargada de dirigir el tránsito dentro del terreno baldío. Es muy natural que el jefe de parqueros vaya tocado con una gorra.
Bueno, esa gorra y estar a cargo de ordenar las idas y venidas de los vehículos estacionados convierten a este venezolano, "pacífico y democrático", como cándidamente lo imaginaba Manuel Caballero, en ni más ni menos que en un tirano.
Hay, de entre todas sus conductas, una que subraya como pocas lo que digo. Imaginemos ahora que es usted un usuario y entra con su carro al terreno baldío y lo encuentra casi completamente vacío. El sitio es un reventadero de sol pero, al fondo, hay una matica de guayaba o un raquítico árbol de aguacate que ofrece alguna sombra.
El parquero está sentado en una desportillada sillita de mimbre, dentro del cobertizo que hace las veces de taquilla. Usted hace el consabido saludo con la mandíbula y el parquero lo mira con displicencia, si es que lo mira. Usted entonces se dirige al fondo y estaciona su carro bajo la sombrita. Baja, cierra todos los seguros y se encamina a la salida. ¡Horror!, el parquero se dirige ahora, despaciosa, ominosamente, hacia usted. A veces hace gestos de negativa con las manos, a veces no los hace y se limita a caminar hacia usted pero cuando ya lo tiene a usted a tiro, el hombre dice: Ahí no se puede parar.
Confieso que soy un pusilánime y que ese reparo basta para reblandecerme y preguntar bobaliconamente: "¿Y dónde me paro, jefe?" El cognomento "jefe" no es un accesorio adulante: el tipo de la cachucha es quien manda y mejor es no olvidarlo.
El parquero mira en torno suyo y señala caprichosamente un rincón cualquiera del baldío. Yo, como dije, soy un pendejo incapaz de oponer resistencia civil a la tiranía de la cachucha y no opongo nada a esa arbitrariedad, así que cambio de sitio el carro mientras sueño con otra vida en Vancouver o en Ginebra.
Es muy llamativo que no sirva de nada preguntarle de antemano al parquero dónde puede uno parar el carro. Nada más inútil, inconducente y pueril. El protocolo de sujeción a la voluntad de semejante poseso exige que usted se estacione primero donde lo crea conveniente y aguarde, sin soberbia ni malas tripas, a que "el jefe" le ordene cambiar de sitio el carro. Tales son las reglas venezolanas.
No están escritas en ninguna parte, salvo en la hélice de ADN de nuestros compatriotas: "si tengo una cachucha y un ápice de autoridad, ejerzo ésta última arbitrariamente y si no te gusta llévate tu carro (o tu empresa, o tu vida) para otro estacionamiento o país".
2 Seré justo con la gente menos aprensiva que yo. Hay héroes civiles que se oponen a la arbitrariedad y preguntan por qué tienen que cambiar de sitio el carro. Hay quien osadamente propone el caso al parquero de este modo: "Mi llave: el sitio está vacío, la única sombrita es la de esa matica, ¿cuál es el problema con que me pare aquí?".
El buen parquero, el parquero digno de tal nombre, no ofrece ninguna respuesta articulada, sino una gesticulación inexpresiva y un mascullar que, más o menos, viene a decir: "Eso es lo que hay; lo tomas o lo dejas, pero allí no te me puedes parar".
Tengo un amigo de carácter muy contencioso que es capaz de perder cuarenta y cinco minutos arguyendo con el parquero sobre sus potestades. Mi pana es un verdadero Thomas Jefferson, una cruza de Raymond Aron y Christopher Hitchens capaz de fajarse "rolo a tolete" con el parquero y debatir con él sobre los límites al poder y vindicar las libertades personales.
Me quito el sombrero que no tengo ante gente así, pero ya me resigné a que, en su mayoría, mis compatriotas tengan una cachucha de teniente coronel de la milicia en lugar de amígdala. Me refiero a la amígdala cerebral, esa que aloja el sistema límbico en lo profundo de los lóbulos temporales del "celebro".
3 Donde más claramente se advierte la irrefrenable vocación militarista y tiránica del venezolano común es en la versión informal del parquero. Hablo de esos señores que se erigen en autoridad del parqueo en la calle, que se hacen de conos anaranjados y se tocan con una cristina, esa cursi gorra militar a la que llegan a pegarle "pines" y medallitas que semejan condecoraciones.
Antiguamente se me cayó la cédula, el espontáneo menesteroso era un muchacho que inquiría, humildemente: "¿Se lo cuido, mi doctor?".
Hoy día, el tipo se apodera de la calle a la brava, sin injerencia ni autorización de ninguna alcaldía. La llena de "burros" de metal y conos anaranjados, y dirige la maniobra de estacionamiento con gestos enérgicos y el semblante grave y amargado de un sargento de la Guardia Nacional con cólico nefrítico. Es, sin más, un vil cobrador de peaje.
¿Puede extrañarnos que un sujeto así, a quien el mero uso de una gorra infunde arrestos de Führer, exclame: "¡Así, así, así es que se gobierna!" cuando Chávez profiere algún "exprópiese"? Como se ve, este artículo no presume en eso que llaman "el pueblo" ninguna de las virtudes morales que la retórica republicana suele atribuirle a los de abajo.
El pueblo venezolano adora una cachucha y temo que no hay nada qué hacer al respecto. Se regocija en la arbitrariedad y no puede ver bondades en una democracia liberal con separación de poderes y alternabilidad del Ejecutivo. Consigno mi admiración infinita por todos aquellos que luchan por convertir al parquero en ciudadano, si bien creo que no vale la pena empeñarse en ello. Para usar una expresión del señorito Bolívar, es bastante parecido a arar en el mar.
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