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CRISTIAN HERNÁNDEZ/ARCHIVO |
En muchos casos puedo distinguir que se trata de una frustración comprensible y legítima ante una derrota con significados múltiples, que no ha terminado de pasar por caja para cobrar lo que le adeudamos, y que cierra el ciclo de un agotador esfuerzo colectivo de varios años de duración. La MUD se pasó meses trabajando duro para completar la parábola de una maniobra con enorme peso cualitativo: unidad absoluta, programa común consultado, renovación casi total de su liderazgo, poco peso de los partidos políticos, un Comando con dimensiones nacionales, un abanderado electo en una consulta popular masiva y una campaña electoral dinámica y emotiva, que llegó al fondo del alma nacional y sembró en muchos una fundamentada esperanza.
Nada de eso fue suficiente: se hizo lo correcto y nos derrotaron. Bastó, entonces, que el resultado no se concretara para que parte de las graderías terminara actuando bajo el parámetro maximalista de los "tifosi" italianos: los optimistas de agosto son ahora los resabiados y cínicos de octubre. Estaba clarito, dicen, esta manga de imbéciles que nos han engañado a todos prometiendo la victoria, yo no sé en cuál país viven. Nariceados van a las elecciones: se dejan tocar el rabo por un CNE tracalero y ni protestan. Lo vengo diciendo desde hace rato. Estaba de anteojito.
Es una de las caras más costosas del ejercicio público: las cosas pueden hacerse bien y eso no se traduce, necesariamente, en resultados. El "engañado" se desprende de su responsabilidad personal y de su credo anterior, porque la derrota es huérfana, y desplaza su frustración sobre un tercero, habitualmente una personalidad pública que no lo conoce.
Pienso que es necesario hacer énfasis en un hecho fundamental, reconocido acá por tirios y troyanos: no estamos compitiendo en una democracia normal. Sabemos que estamos metidos en medio de una dura lucha para derrotar al autoritarismo: un régimen político cerrado sobre sí mismo, que usará uñas y dientes para no abandonar el gobierno, y que acude a cualquier artificio legal para defenderse. Bajo esa seña hemos asistido a los procesos electorales de este tiempo, que han sido muchos. Es una decisión política, no técnica, incluso con sus costos. Decidimos ir a esta y otras elecciones con plena conciencia de las dificultades que se nos iban a presentar. En varias ocasiones, nacionales y regionales, con estas circunstancias, los resultados nos han sonreído.
La extenuante secuencia de citas electorales de estos años nos ha permitido extraer dos conclusiones más o menos visibles: 1) Poco hay que discutir sobre el entramado técnico del voto. Son sistemas auditados en presencia de todo el estamento dirigente de la oposición, curtido en estas lides, autenticado por voceros independientes, expertos y periodistas. Aceptados, además, por toda la comunidad internacional, incluyendo a los Estados Unidos.
Hay uno en particular que recomiendo, cuyas fundamentadas opiniones me sirven para orientarme: Eugenio Martínez.
Salvo excepciones aisladas, no hay, a la fecha, una sola institución o vocero con peso específico que se atreva a hablar de fraude electrónico. Muy por el contrario: sus denunciantes de antaño ahora hacen reiterados llamados para que no nos alejemos de las urnas, por mucho que hagan continuos y justificados llamados para exigir condiciones electorales justas.
Hay un editor en particular aficionado a expedirle a los demás diplomas de viveza mientras observa la trama desde el extranjero. Por muy respetable que sea, y por mucho que procuro no perderme sus crónicas, porque admiro su pluma, difícilmente podrá convencerme de que desde el extrarradio él tiene la relatoría pormenorizada de lo sucedido: resulta que él viene de regreso, porque se las sabe todas, y acá nadie ha entendido nada, porque en la MUD todo el mundo se chupa el dedo.
2) La actitud permisiva del CNE, la existencia de un reglamento electoral que Miraflores transgrede a placer y las ingentes sumas de dinero utilizadas para acarrear votos no forman parte de una circunstancia que estamos descubriendo. El detalle es que pensamos que podíamos remontar la cuesta. Por lo demás, la picaresca electoral tiene en Venezuela, no lo olvidemos, un largo anecdotario.
La estrategia opositora está metida en este momento en un problema de una complejidad nada desdeñable: los dilemas de la discutible legalidad de los poderes públicos actuales. Sería un disparate abandonar la lucha legal y la convocatoria ciudadana a expresarnos, pero claro que hay circunstancias en torno al ejercicio del sufragio que no pueden continuar. El tiempo de la agitación política y del trabajo de masas no puede quedar circunscrito a los momentos electorales.
El desarrollo de una estrategia de carácter continuo, movilizador y cuestionador, que tenga impacto en las masas y nos permita potenciar hacia el crecimiento a los seis millones y medio de venezolanos que acompañaron a Henrique Capriles Radonski, tiene que estar orientado, también, a desenmascarar la lenidad, la complicidad, el absoluto descaro que observan la mayoría de los rectores del CNE con los objetivos políticos del actual gobierno.
La oposición venezolana no puede abandonar ni la calle ni las elecciones. Es decir, no puede abandonar la política. Desenmascarar el proceder del CNE en todo este trance forma parte, sin embargo, de una necesidad existencial. Ambas realidades caben, en esta hora, dentro del mismo razonamiento. No votar es suicidarse. Pero tenemos derecho a votar mejor.
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