Maqueta de El Silencio. Caracas, 1940
I Teníamos nosotros los hermanos maracayeros, junto con mi madre porque mi padre era aragüeño de corazón y preferencia, desde esa ciudad adormilada que era la capital de Aragua donde vivíamos, una fascinación con Caracas. Creo que en lo que a mí respecta había ya una afinidad con el clima porque a mi humanidad delatora de mi ascendencia alemana nunca le ha gustado el calor a menos que se atenúe con los alisios de nuestra costa. Y cada vez que veníamos a Caracas a visitar primos modernos que comían Corn Flakes en el desayuno y les recomendaban ponerse un suéter para ir a jugar afuera, era como una fiesta. La capital siempre prometía darnos sorpresas de progreso, cumplidas con alguno de los edificios que en esos años cuarenta y muchos comenzaban a elevarse en algunas partes de la ciudad.
Recuerdo el edificio Galipán en construcción, hoy desaparecido para angustia de algunos entre quienes no me cuento, que nos parecía enorme, casi desmesurado, que se iba levantando demasiado lentamente, tal vez porque era bastante grande, tal vez porque aún no llegaban las prisas de los años cincuenta.
Desde la casa de mi acomodada tía materna en Campo Alegre, que se llamaba Carlota y de allí el nombre de mi hermana hoy fallecida, había que atravesar una línea de tren activa por donde circulaba una autovía que una vez chocó al Studebaker negro de mi padre, quien se había quedado sin poder meter el cloche dejando la parte trasera del carro sobre uno de los rieles. Nada grave pasó y hasta se bajó el conductor de la autovía ante la vergüenza de mi viejo que tuvo que pagar después tres marrones por la reparación del guardafango.
II Porque las capitales tienen ese atractivo para las provincias, son anunciadoras de progreso. El cual veíamos ejemplificado en los edificios que crecían con aspiraciones de modernidad. Que por cierto no identificábamos con El Silencio, por donde había que pasar llegando a la ciudad en carro. Allí, invariablemente uno de nosotros, no el mayor, futuro arquitecto, sino el que sería odontólogo, lanzaba desde una de las puntas del asiento de atrás garantizada por ser el segundo en edad, sus frases contrarias a la imitación de columnas panzudas y portadas coloniales en las que había incurrido, joven y aún no catequizado por lo moderno, Carlos Raúl Villanueva, quien habría de ser nuestro profesor una década después.
También hicimos un par de veces el trayecto desde Maracay en tren, en la autovía o con locomotora. Después de un transitar lento y fastidioso por las llanuras aragüeñas, la excitación comenzaba en los arriesgados viaductos ferroviarios entre las depresiones montañosas del muy hermoso paisaje de los altos mirandinos. Y luego Caracas se abría a nuestra curiosidad en el transitar desde la Estación de Palo Grande hacia el Este.
Unos años después mi madre había decidido la mudanza para garantizar la educación universitaria. Aquí vinimos a tener por el año cincuenta y tres. Y en el trayecto que seguiría diariamente en el autobús Chacaíto-Carmelitas hacia el Colegio La Salle de Tienda Honda fui testigo de importantes transformaciones de la ciudad. Como la Ave. Urdaneta, abierta a través del decaído damero, o la Ave. Bolívar, cuyos edificios iniciales me maravillaban hasta el punto de que, esas cosas venezolanas, logré colarme en el ascensor de obra de una de las torres hasta llegar a la mismísima terraza superior. Tenía yo escasos catorce años, un bulto escolar y nadie me preguntó nada.
III Después, ya vividos los años de la Ciudad Universitaria en la cual encontraba tantos estímulos, empezó a imponerse otra realidad. Primero la mía, más lleno de la ansiedad del adulto frente a lo que va perdiendo; y por supuesto la otra, la de la ciudad que aumentaba en habitantes de modo vertiginoso. Hoy veo mejor la paradoja que ha sido crecer sin progresar. Y en ese entonces apenas percibía la demagogia política que auspiciaba el surgimiento de la "otra" ciudad, la informal, hija del populismo que comenzó a hacerse dueño de todas nuestras mentalidades. O que se haría cargo el fantasma de la delincuencia hasta limitar hoy radicalmente nuestro modo de vivir. No creo que podría sentirme en paz con lo ocurrido si no fuese por el refugio familiar que construí hace casi medio siglo en las colinas del Sureste.
Y he visto como prolifera la nostalgia.
Una visión de la ciudad que busca rescatar mínimos e irrelevantes vestigios de un pasado infundiéndoles un valor que escasamente tienen; quizás el único recurso frente al estancamiento que venimos padeciendo. Una visión que me es totalmente ajena y ha terminado posesionándose de los espacios periodísticos y hasta de la visión política.
Por ello apuesto a una Caracas que viva y se termine de construir, sí, de construir, a partir de lo que le imponen los tiempos presentes. En la que pueda vivirse el espacio público más allá de restaurantes caros o centros comerciales que inventan una ciudad artificial al mejor estilo de nuestra referencia norteña.
E insisto en que lo que va a rescatar el espacio público para hacernos vivir las virtudes de Caracas no es sólo la planificación, región preferida de un pensar urbano de viejo cuño, sino la acción concreta de rescate de aceras, plazas, circuitos peatonales, parques de cualquier tamaño, edificios institucionales públicos, tejido urbano regenerado, a cargo de una arquitectura de la ciudad asociada a proyectos que se sustenten económicamente. Y eso quiere decir superar una mentalidad surgida del barril sin fondo petrolero que tanto ha servido para aventuras de ignorancia política como la que venimos viviendo. Ese es el modo de ver la ciudad del cual quisiera ser testigo hoy. El que reemplazará la expectativa infantil o adolescente que me convirtió en caraqueño.
oscartenreiro.com
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