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sábado, 30 de junio de 2012

La esquina caliente


GREGORIO SALAZAR - Tal Cual

Imagine que usted, viajero del tiempo, va buscando hacia el norte. Allá a lo lejos se ve El Ávila tan hermoso como si lo hubiera pintado Cabré, aunque para esa época todavía no lo ha pintado. Su cabalgadura, la de usted porque Cabré hijo apenas tiene nueve años, lleva un lento resonar de cascos cuando de repente flexiona las patas traseras, baja el anca y usted oye como si hubieran abierto un grifo sobre el empedrado. Siente la fragancia amoniacal, tan familiar en la ciudad, y supone que la descarga llegará por lo menos hasta la esquina de Gradillas.

Ya se aproxima a la cuadra de Monjas a Principal y la brisa no le deja la menor duda de que la plaza Bolívar en tiempos de Don Cipriano, con aquel tráfago incesante de hombres y bestias (y menos cuando fue mercado con arcadas en rededor) difícilmente albergara olores gratos. Observa el caballo de Bolívar, le revisa la panza, un poco más atrás, y le parece que en cualquier momento va a bañar, con un señor chorro, el granito de la histórica cuadrícula.

Va atrapado en esa ventolera del pensamiento cuando otra, más violenta, lo levanta de su silla, lo eleva por encima de los faroles de la plaza y usted, viajero del tiempo, toca tierra quedando de frente a la decoración corintia del Palacio Federal.

Cree que sigue en el siglo XIX, pero cuando tiende la vista al sur divisa, inequívocamente, las Torres de El Silencio. Juraría que está en la mitad de los cincuenta, que todavía manda Tarugo, pero al norte otro ícono de la ciudad lo saca de su error porque está claro que el edificio del Banco Central, en Carmelitas, fue inaugurado por Leoni en el 65. Desconcertado, voltea hacia el poniente y no sale de su sorpresa pues casi que lo atropella la gente que emerge del subterráneo. Y lee: Estación Capitolio.

Como está seguro de que esa obra la inauguró Luis Herrera, usted, viajero del tiempo, cree que ha llegado a comienzos de los ochenta. Pero algo lo saca de su error y es una atmósfera irrespirable, una presencia sui géneris que sugiere una mezcla de úrea condimentada con nitratos y nitritos, un reconcentrado de amoníaco como si allí hubieran desembocado las amarillentas descargas de todas las mulas y todos los caballos de todos los combatientes de la batalla de La Victoria.

Vamos a decirlo más explícitamente: es un insoportable olor que ojalá fuera a meado, pero no, no, no, que eso no puede ni merece atenuarse con la corrección ortográfica: es una grandísima podrición ¡a meao! que sobresalta a los pobres viandantes, espanta en redondo a las avecillas que se extravían desde El Calvario, frunce las hojitas y desgonza la ramazón de la ceiba cercana y hasta de las de su par en San Francisco y qué se yo qué más... Usted está en la tradicional, céntrica, caraqueñísima e irrespirable esquina de La Bolsa en tiempos de la Quinta República. Fin del viaje.

Son 445 años los que tiene el sitio, pues data de los propios orígenes de la ciudad, punto más al suroeste del cuadrilátero histórico que tenía por el norte la plaza de Altagracia y la esquina de Maturín y por el sur Traposos y ésta de La Bolsa, que parece, definitivamente, la más bolsa de todas las esquinas de Caracas.

Han pasado 445 años y allí la capital parece que siguiera en tiempos de la fundación. Yo quiero preguntarle con todo respeto al señor alcalde de Libertador, ¿cuatrocientos litros de meao al día no bastan? ¿Qué estamos esperando? ¿Salvar al planeta no está en los planes de un ilusorio próximo sexenio? ¿Por qué no comenzamos por ese rinconcito de la ciudad que se ha vuelto una agresión cotidiana? Okey, todos sabemos que eso de salvar el planeta es pura paja loca, pero algo hay que hacer con la esquina de La Bolsa por respeto a la ciudad y a los citadinos.

Para colmo de males me han dicho que el alcalde dijo que tiene vómitos. Y entonces uno se pregunta, ¿qué hace el alcalde a pie por la esquina de La Bolsa? Qué pena que la gente lo vea allí haciendo arcadas.

Si no arregla eso por la afligida colectividad, al menos que lo haga por su salud. O bien por sentido de la historia: por la memoria de Guaicaipuro, Losada y Fajardo que su sangre, y mucho más la de otros, derramaron, que no se derrame más orines en la esquina de La Bolsa.

Se trata, además, de una de las esquinas más turísticas de la ciudad, pues allí descarga el Metro los pocos visitantes que vienen a conocer la auténtica joya arquitectónica del casco central, que es el Capitolio. Y de seguro ahora aumentará la afluencia, pues no faltará el desocupado que se irá hasta la zona a ver si es verdad que esa esquina hiede como digo.

¿Soluciones? Muy fáciles: un camión cisterna que con manguera a presión descargue varios centenares de metros cúbicos de agua. Varias latas de creolina Pearson, que es la única marca de creolina que he conocido en mi vida (cosa que digo como curiosidad, no para que le apliquen la ley antimonopolio y nos dejen también sin ese producto). Y varios, muchos frascos de desinfectantes, floral o lavanda.

Soluciones más drásticas las hay pero ocasionarían molestias y tendrían costo político: colocar en el sitio un "policía de rolito" y al próximo que desenfunde con intenciones de miccionar darle con el rolito en el ídem. Se armará un alboroto, se correrá el riesgo de que el sancionado se presente a la televisión inflamado de rabia y de Dios guarde la parte.

Esa es la verdadera esquina caliente de Caracas, la que los ciudadanos, a falta de vergüenza o de esos baños públicos que existen desde los tiempos de Diocleciano, mantienen en un permanente y detestable hervor.

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