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sábado, 28 de abril de 2012
El Gran Viejo
TEODORO PETKOFF/FERNANDO RODRÍGUEZ - Tal Cual
¿Qué es lo que deslumbra de estos noventa años de Pompeyo Márquez? Biológicamente ya esas hazañas etarias han dejado de serlo, se han popularizado y lo harán todavía más en el inmediato porvenir, vita longa. Lo que de verdad asombra es que este cumpleaños se celebre en la plaza pública, en el ágora, en medio de todos. Hasta uno diría, en sana lógica, que se trata de una verdadera celebración comunitaria.
Y todo ello porque la nonagenaria vida de Pompeyo en buena medida le pertenece a muchos o, en definitiva, a todos. Tanto le dio de su ración vital a las gestas colectivas, con tan poco se quedó para su consumo privado el tórrido amor a su tribu genética y a su tribu elegida de amigos que nunca fue más justo el sentimiento de agradecimiento en tantísimos que recibieron los beneficios de su palabra y su acción moral y política.
En la lóbrega noche de la dictadura de Pérez Jiménez muchos agraviados, perseguidos y silenciados han debido pensar que mientras Pompeyo, llamado entonces Santos Yorme, secretario general del Partido Comunista de Venezuela, lograra escapar de los chacales sangrientos de Pedro Estrada había esperanzas de salir alguna vez de aquella cloaca. Y así fue, los burló por años, a veces arrastrando mujer e hijos, de concha en concha. Y en efecto llegó el fin del martirio, la pachanga popular del 23 de enero.
Quizás ese sea su momento más aclamado, más estelar, pero hay muchos otros en que fue gran sembrador y nuevamente, aunque con otros rostros, el valiente Santos Yorme de siempre. Se necesitaron bríos para dejar el Partido Comunista, donde prácticamente había nacido políticamente, ayudado como el que más a ponerle pantalones largos, ser su altísimo dirigente ya hecho éste presencia nacional y haberse convertido en figura internacional que se codeaba con los más altos líderes rojos, señores de la mitad del planeta. Pero se fue porque había entendido, después de tanta turbulencia, la clara y decantada idea de que equidad y libertad son una misma cosa. Y por ella valía la pena molerse a palos con los antiguos amigos, hasta con el vecino Fidel Castro. Ese fue el MAS primaveral, con el cual se la jugó como siempre se la jugaba, sin pensar en la retirada.
O, ¿recuerda usted el día en que se puso furioso en TV, él que es bondadoso como el pan, paró aquella guarida sin destino y le cantó las cuatro, con el dedo acusador de por medio, a los jerarcas de este laberinto de estupideces y crueldades en que andamos metidos? Es, en este tranco triste de la historia, el resistente sin sosiego, del primer día hasta hoy, contra estos gorilas disfrazados de izquierdistas, circo triste dando tumbos en los últimos desiertos de la historia.
Y así podríamos seguir porque, carajo, son muchos años y muchas glorias. Pero que no se vayan dos caracteres en los que igualmente se centra nuestro desmesurado afecto por el Gran Viejo. Su sabiduría de hombre de lecturas y escrituras innúmeras que lo han convertido en una rara y preciosa avis en este esterero de gobernantes charretudos e ignaros y su moral como una piedra rocosa a la que nadie le puede reclamar una locha ni cuando vendía Tribuna Popular ni cuando fue ministro de lujo del presidente Caldera. Pero hay que resaltar, por último, su apertura al prójimo, valga decir, su capacidad de amar, de dar, de tolerar, su alegría de vivir, su sonrisa. Porque se sigue riendo a los noventa de los que se creen imbatibles y dándole aliento a los que siguen peleando.
Además seguramente no habrá tregua para esa necesidad de guerrear y amar, Eros y Tánatos que somos, así que su enseñanza es intemporal.
Total, que uno le agradece a la vida haberse topado con un árbol de tanta sombra, manantial de generosidad, combatiente sin tregua, sabio de libros y, sobre todo, de experiencias. Son los dones que hacen que la humana existencia, a pesar de todo, merezca la pena de ser vivida.
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