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sábado, 21 de abril de 2012
De Ozzie a Marcuse
RUBÉN MONASTERIOS - Tal Cual
La consecuencia más relevante del affaire Guillén es la de haber puesto al rojo vivo el siempre vigente tema de la libertad de expresión, que inevitablemente conduce a la reflexión sobre sus límites y a lo que es más espinoso: de admitirse fronteras, ¿bajo cuáles condiciones se establecerían? El filósofo que dio soporte ideático a los movimientos contestatarios de los años sesenta, Herbert Marcuse, hace ver que el discurso de los líderes nazis y fascistas fue el prólogo inmediato de la masacre, y sugiere: "Si la democracia no hubiera sido tan tolerante cuando los futuros líderes [animados por esas ideologías] iniciaron sus campañas, la humanidad habría tenido la oportunidad de evitar Auschwitz y la II Guerra Mundial".
Y con su advertencia se configura el Dilema de Marcuse, o confrontación de dos posiciones ante la expresión de ideas radicales: ejercicio de algún control vs aceptación total.
Quienes apoyan esta última postura, proponen admitir la presencia de hasta las más deshumanizadas corrientes de opinión en el ambiente democrático, y combatirlas con la máxima energía posible, con argumentos racionales. No obstante, una acción de esta clase presupone la existencia de una colectividad ilustrada, dispuesta a la consideración asimismo racional de las proposiciones ideológicas que debaten en su ambiente, en lugar de responder ante ellas emotivamente y a partir de la influencia de circunstancias inmediatas. ¿Cómo superar la inmediatez de las personas? ¿Cómo hacerle comprender a un individuo sometido a carestía y desprovisto de marcos de referencia que le faciliten un análisis racional de los aconteceres, que una "misión" es un programa de emergencia netamente paliativo, destinado a comprar simpatía y acentuar la dependencia del poder de turno, y de ningún modo un plan estructural orientado hacia el desarrollo social y a propiciar su crecimiento como ser humano? ¿Cómo neutralizar la fascinación perversa del mesianismo? La mayoría de la gente elige dejándose llevar por sus emociones, y tal tendencia la aprovechan líderes demagogos para manipular a los pueblos. Hitler llegó al poder por votación popular; Chávez también, y evidentemente, en sus respectivas dimensiones de perversión, no fueron buenas elecciones. Déspotas de todas las calañas han sido, y todavía hoy lo son, apoyados por amplios sectores de los pueblos sometidos a su dominio, como efecto del miedo a la libertad y de la fascinación en la que caen gracias a su discurso emotivo cargado de mentiras.
Los inclinados al control, observan que la libertad sin fronteras, de hecho, no existe. Toda cultura impone normas reguladoras de la conducta humana. La comunidad mundial democrática y civilizada identifica hechos inequívocamente aborrecibles y ofensivos: sacrificios humanos, ajusticiamientos bárbaros como la lapidación, encarcelamiento o muerte por "delitos" de conciencia, tortura, genocidio, terrorismo, discriminación de cualquier índole, esclavitud, explotación de la mujer, abuso de los niños, tráfico de drogas... Y la generalidad de las legislaciones también establece que, bajo ninguna circunstancia, esas prácticas puedan admitirse, promoverse o servir de inspiración para la formación de asociaciones; existe, en consecuencia, el acuerdo universal de impedirlas, refrendado por la Organización de las Naciones Unidas. Si vetamos esas prácticas, ¿por qué la tolerancia ante regímenes políticos que asumen buena parte de las abominaciones antes mencionadas, de las ideologías en las que se soportan y de quienes las promueven? El consenso tiene su fundamento en un principio de la convivencia humana que es tanto moral, como lógico: los derechos de una persona o de un colectivo, llegan hasta donde violen los derechos de otro; ergo, ese acuerdo plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es un límite razonable de la libertad.
Pero no edulcoremos el problema: con todo y sus fundamentos, es censura, y por tal razón resulta una proposición incómoda, por más que no sea un veto arbitrario a partir de criterios de un individuo o grupo, sino establecido como un pacto civilizado, racional y moralmente consistente destinado a proteger a las personas de la influencia nefasta de las aludidas corrientes de opinión más deshumanizadas y del abuso del poder desorbitado.
Sin embargo, existen otras opciones destinadas a controlar la difusión de radicalismos de cualquier naturaleza, y una es la de asumir ante ellos una especie de laissez faire, laissez passer aplicado a la cuestión ideológica, dando lugar a que sean condenados por la propia comunidad. No ocurrió otra cosa en el caso que nos ocupa; la declaración de amor por el sanguinario tirano fue objeto de repudio ampliamente generalizado; asimismo, ubicándonos en otro contexto, en el caso de la publicación por Amazon.com, a finales de 2010, de un libro electrónico titulado La guía de pedófilos para el amor y el placer, de Phillips R. Greaves II. La presión social fue tan intensa que la editorial lo sacó de su catálogo a breve plazo.
Otra acción posible, y en diferente contexto, es la de darle a los radicales de su propia medicina. El Gobierno noruego, sin cuya aprobación no se puede construir ninguna edificación religiosa en el país, acaba de tomar una disposición histórica y ejemplar al rehusar una donación multimillonaria de Arabia Saudita destinada a erigir una mezquita en su territorio; en lenguaje diplomático, es la aplicación del principio de reciprocidad: en los países islámicos fundamentalistas es un grave delito la práctica de cualquier credo religioso diferente al mahometano.
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