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sábado, 24 de marzo de 2012

La decadencia

ALONSO MOLEIRO - Tal Cual

SAÚL UZCÁTEGUI/ARCHIVO
No hay que cavar muy hondo para medir la dimensión del empobrecimiento espiritual y cultural de este país. Con el paso de los años Venezuela se ha ido volviendo un espacio arisco y violento, sectario y unidimensional, no apto para extranjeros inocentes. A la fecha, lo podemos afirmar sin la menor duda: ningún ciudadano del mundo podría caminar por los meandros de esta sociedad sin estar resguardado por un venezolano capaz de prevenirlo de los peligros que corre.

El control de cambios y el espíritu sectario de esta administración han ido marchitando casi todas las expresiones culturales autónomas. Los museos, con sus excepciones aisladas, abandonados. Sin exposiciones individuales, sin curadurías.

Parecen esperar, en estado cataléptico, tiempos mejores. Las editoriales estatales, como sus librerías, aburridas y monocordes, pidiendo prelación ideológica para publicar, hablándole a los amigos del gobierno. Conversando con un país que se inventaron para ellos solos.

Las publicaciones privadas sobreviven como pueden, entre la sequía de divisas y la incertidumbre imperante sobre el mediano plazo. Los temas más acuciantes del mundo moderno, los escritores emergentes, los debates que apasionan a los núcleos intelectuales del mundo, las últimas tendencias en narrativa y poesía, dejan apenas una estela de nostalgia con un pírrico remanente. Las estupideces de la burocracia económica imperante nos tienen sentenciados. Al país no están llegando desde hace mucho libros importados. Estamos completamente aislados; condenados a un autocomplaciente ­y, en consecuencia, estupidizante, autarquismo intelectual. Poca gente está visitando hoy Venezuela.

Mientras Colombia deja atrás su tormento de violencia y anarquía para convertirse, de nuevo, en una sociedad con una poderosa realidad cultural, dinámica y abierta al mundo, parece tejer con su vecino una relación en la cual los papeles han quedado invertidos. Hasta por lo menos finales de los años 80, e incluso entrada la última década del siglo XX, Venezuela era, en materia de gestión cultural y novedades, una realidad cardinal en esta parte del mundo. Bogotá, entretanto, era una especie de pariente pobre, que solía acoger sólo una parte de lo que acá dejaba de ser consumido en los momentos más delirantes de la locura petrolera.

Había organizado Venezuela un Festival Internacional de Teatro deslumbrante, todo un faro en la dinámica teatral del mundo. Rajatabla y otras agrupaciones llegaron a ser ovacionados en los confines más exóticos de la tierra. Tenía el país dos fondos editoriales respetables y el mejor sistema de museos de la subregión. Un tropel de artistas nos visitaban con regularidad, en calles que aún eran relativamente seguras, para toparse con una ciudadanía abierta, cosmopolita, dispuesta a divertirse.

La realidad del momento es precisamente la opuesta. Tiene Colombia ahora robustos museos; una oferta cultural asombrosa; una cantidad impresionante de publicaciones en la cual se lucen sus mejores escritores y un Festival de Teatro de calidad mundial, inspirado en la gloria añeja que había dejado el de Caracas. Se imprimen toneladas de libros de todas las tendencias y se debate sin el menor prejuicio. El Cirque du Soleil, Bjork, Fernando Savater, Gilles Lipovetsky, el director de la National Gallery de Londres, Massive Attack, Coldplay. En un par de meses, Paul McCartney. Todos han desfilado por Bogotá, en esta, la era de su renacimiento. Acá apenas nos hemos enterado.

Esta circunstancia no corresponde solamente a Colombia. Mientras, de la mano de una dirigencia cultural torpe y sectaria, que alude al debate pero le tiene grima a confrontar otras opiniones, Venezuela se aísla de los focos de creación artística del mundo, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires o Montevideo viven sus mejores momentos como entornos humanos e intelectuales.

No estoy afirmando que acá no ocurra nada de relevancia. Para todos el mundo sigue girando: ahí está el Sistema de Orquestas, el recién concluido capítulo de la Filven de este año; la multiplicación de exposiciones feriales municipales y obras de teatro. El trabajo tesonero de un amplio estamento de creadores e individuos que mantiene viva, con dignidad, la llamarada del pensamiento local.

Lo que parece claro es que acá nadie es bienvenido si no viene a retratarse con el Presidente de la República para volver a discurrir sobre las mismas vaciedades y estereotipos. Podemos constatarlo con facilidad cuando navegamos sobre los periódicos que simpatizan con el gobierno, sus encartes, sus portales de internet y sus articulistas. Con excepciones menores, un universo en el cual reina una pobreza intelectual desoladora: viendo el futuro con la nuca; desarrollando debates que han sido superados por completo en el mundo entero; negados a usar el obturador cerebral ante nuevas circunstancias; usando las mismas construcciones conceptuales, e incluso las mismas palabras, para dinámicas emergentes y completamente inéditas.

No es esta una fatalidad eterna; no se trata de un castigo divino. En algún momento el país saldrá de este opaco trance obsesivo compulsivo: regresará el sentido común, serán removidos estos lamentables mandos dirigentes y nos reinsertaremos en la dinámica mundial contemporánea con entera pertinencia.

Por lo pronto, es imposible no tomar nota de este, un nuevo capítulo contemporáneo que retrata la entera decadencia de nuestro genticilio.

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