Ramón Hernández
Moscú nunca ha sido parte de mi carta de navegación, aunque siempre he sentido curiosidad por caminarlo un amanecer cuando la primavera apenas comience a despuntar. He tenido pocos amigos rusos, el mejor fue un profesor de álgebra y matemáticas, que me acompañó casi todo el bachillerato. Durante una hora al día me guiaba en los tropiezos de binomios y ecuaciones. Apenas hablaba y se limitaba a marcar el error con letra temblorosa sobre la hoja del cuaderno. Otro fue profesor de inglés y un tercero, que no quiso trabar amistad, lo tropecé en una ferretería en Margarita.
El de matemáticas vivía con su esposa, que a mitad de la clase ponía sobre la mesa un pedazo de pan negro o un bizcochuelo que parecía contener todos los aromas de la amada Rusia y algo del desaliento que su gentil sonrisa no podía ocultar. Ahí, alrededor de la mesa estaban algunas de las cosas que habían traído: un par de libros en caracteres cirílicos, un candelabro muy pequeño que parecía ser de plata y un aparato de radio. Nunca me contó su historia, nunca dijo mucho más de las estrecheces que estaban a la vista y el fuerte olor a desarraigo, a olvido, del lugar. Era un ruso blanco, igual que el profesor de inglés que limitaba sus lecciones a que le escribiera las respuestas a preguntas simples “Where do you live?”, pero nada de pronunciation, nada de conversation ni siquiera en castellano.
El tercero huyó cuando le busqué conversación. Me extrañó que casi veinte años después del derrumbe del imperio soviético luciera una franela roja con la hoz y el martillo, el distintivo de PCUS, mientras hacía cola para pagar un horno microondas en el puerto libre de Margarita.
Por lecturas, no por trato personal, algunos personajes de la historia rusa me han sido muy aleccionadores e influyentes, o admirados, como Vladímir Mayakovski. Creo que en ellos está la clave para entender muchos tropezones de la humanidad y conocer muchas de las peores vergüenzas. Moscú siempre fue más intrigante que sospechoso, quizás lo fue así por la frase que Héctor Mujica tanto repetía; decía que lo que más le gustaba de los viajes a Rusia que le encomendaba el buró político de PCV eran los siete días que pasaba en París, la ciudad en la que ahora con la “revolución bonita” su hijo Mitchell, con rango de embajador, sí puede disfrutar sin estrecheces y a costa del Estado venezolano.
Desconozco qué tipos de fritangas ofrecen en las ventas callejeras moscovitas. Un amigo que se adentró en su bajo mundo, cuando aún el desplome era incierto y el amanecer tardaba, descubrió que las neveras proletarias enfriaban poco y siempre estaban vacías, que apenas guardaban un pedazo de patilla o una jarra de agua del chorro. Quizás con las operaciones adelantadas por las empresas rusas para administrar las fincas plataneras del sur del lago de Maracaibo, ahora en las adyacencias de la Plaza Roja no solo venderán tostones con repollo rayado, mostaza, mayonesa y kétchup, sino también patacones al estilo maracucho, con queso palmito al voleo.
Donde no hay patacones ni tostones es en Caracas ni en Barquisimeto, tampoco en Cagua, la Colonia Tovar, Puerto Ordaz, Caicara del Orinoco y demás centros poblados, incluido Santa Bárbara del Zulia. Apenas se consiguen unos plátanos esmirriados, cosechados sin estar jechos y sin tener las medidas convencionales del fruto, que venden a precios tan altos que pareciera que están cobrando el pasaje de vuelta de Moscú, donde los rechazaron por orden de Putin.
La agricultura en Casigua del Cubo como en Bailadores, Boconó, Clarín y Guanipa es un desastre. Han desaparecido las siembras y las puntas de ganado. El país se ha tornado un gran peladero de chivos, árido y deprimente como lo fue Ucrania cuando el bruto de Stalin decretó en Rusia la colectivización de la agricultura y la organización en comunas; y para garantizar el éxito montó barricadas y así nadie pudiera abandonar el sitio: casi 9 millones de personas murieron de hambre o se comieron unos a otros. Fue el primer resultado del sistema de organización social que Jorge Giordani ahora ejecuta en Venezuela para alcanzar el “verdadero socialismo”. Las torturas y demás violaciones de los derechos humanos allá y aquí son daños colaterales, pérdidas inevitables, pero programadas en función de objetivos superiores que tardarán cientos de años en llegar; mientras, sus funcionarios comen bien, duermen como bebés y viajan como pachás.
No basta mentarles la madre ni llamarlos ignorantes. Cuando se acabe el baile, bote las alpargatas. Vendo copia sin usar de la mejor constitución del mundo, la rusa, que nunca se aplicó en más de 70 años, ¿cómo se aplica la suya?
ATENCIÓN USUARIOS DE ARAGUA SIN MIEDO
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