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miércoles, 1 de agosto de 2012

FICCIÓN

ELIZABETH ARAUJO - Tal Cual

A las 8 de la mañana, la rectora principal ya va en camino, sentada en la parte de atrás, con unas carpetas sobre sus rodillas, los tres celulares negros y el temple de una mujer decidida a poner en claro frente al país la responsabilidad que le han asignado. El conductor le pregunta, más por costumbre que por deber, "¿a la oficina, doctora?", y ella lo mira fijamente, como si tratara de escudriñar alguna intención oculta del hombre encorbatado quien, en ese instante de apuros, busca a su vez ayuda con la mirada en los dos escoltas, también de traje negro ambos. "No...

vamos a Miraflores", responde la rectora con ese rictus de tensión en el rostro, como quien por primera vez experimenta la sensación de que va a saltar en benji desde un puente que sólo con apreciar su altura produce mareo. "Sí, vamos a Miraflores", reitera, ahora con firmeza, segundos antes de que el conductor se atreviera a confirmar "¿Usted dice al Palacio de Miraflores... al despacho del señor Presidente?" La rectora principal saca de una de las carpetas recortes de prensa y relee lo subrayado en amarillo, mientras observa en la autopista una valla gigantesca donde Chávez abraza con ternura una anciana, y debajo el lema "Corazón de la Patria".

El viaje se hace pesado y hasta largo, debido a que una docena de motorizados rodea a una joven asustadiza cuyo auto parece haber atropellado a uno de los miembros del gremio más temible del país. Más adelante, unas veinte de familias intentan sin éxito acercarse a la Vicepresidencia para reclamar no sé qué cosa de vivienda o de refugio, según se lee en la pancarta, escrita con dificultades de redacción.

Llegan a Miraflores, y es obvio que un oficial, escoltado de varios soldados rodeen la camioneta negra y conmine al conductor a bajar la ventana. "Buena, mi capitán, ¿cómo está, vengo hablar con el señor Presidente...", se oye desde dentro del auto, y el oficial identifica a la persona de donde proviene esa voz amable, la saluda revisa en su libro de rutina y le pide unos segundos para confirmar la inesperada visita.

La doctora está adentro. Un edecán, extremadamente solícito, le anuncia que el comandante presidente está por recibirla, y ella asiente con una expresión que por primera vez se nota nerviosa. El hombre sale del despacho con paso lerdo y algo molesto. La ve y sonríe, pero le pregunta, algo extrañado, a qué se debe la visita.

Entonces la rectora se levanta del sillón, le entrega el fajo de carpetas y, mientras el presidente-candidato revisa sorprendido el contenido, ella, con una voz que hace esfuerzos por no quebrarse, le dice: "Presidente, esto no puede seguir. Demasiado tiempo ha transcurrido para que yo haya llegado a esta decisión: usted no puede continuar con las cadenas ni abusar de su investidura para hacer propaganda electoral en los cuarteles, insultar con improperios al otro señor, utilizar de manera solapada las cuñas publicitarias para promover su candidatura y crear un clima de zozobra en el país cada vez que abre la boca, lo que va en perjuicio de mi responsabilidad institucional". No había soltado la frase final cuando el conductor, nervioso, le despierta, "Doctora, llegamos a su oficina".

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